21 de abril de 1992
Hospital Civil de Málaga
Hoy me he mirado al espejo. Soy gris.
En menos de una semana, no sé ni cuántos kilos puedo haber perdido. Me noto los huesos de las costillas, me clavo mis propios hombros al acostarme.
Me tienen atada a la cama, el hambre me está volviendo loca. Mi madre no deja de llorar, ahora está ahí dormida. La pobre se pasa el día ojeriza, triste, leyendo o mirando por la ventana. Y yo, sedada y atada, por si me dan de nuevo los ataques, sólo me queda perder la mirada en la blancura del techo y concentrarme en no tener hambre.
Me arde la piel, por todo el cuerpo me aparecen reacciones cutáneas como quemaduras, y las encías me duelen como el peor de los dolores de muelas.
Pero lo que más me ha impactado, ha sido cuando me he mirado al espejo en uno de mis momentos de calma. Mi cara era prácticamente gris, demacrada, mis ojos están hundidos, acuosos.
Me siento mal. Escribo, escribo y escribo como única vía de escape, de unos días fugaces que paso dormida, y unas noches eternas que paso en vela y dolorida por todas partes.
Los médicos siguen sin saber qué me pasa, a estas alturas de mi enfermedad debería estar muerta, hablando claro, y no hay mejora, no saben qué tratamiento ponerme ya.
La batalla contra lo que sea que me come por dentro está perdida desde antes de empezar, y solo pueden intentar que sea lo menos doloroso posible lo que llaman “el trance”.
No me dejan recibir visitas, y en realidad tampoco estoy segura de que pueda recibir a nadie, mi cordura aparece y se va por instantes. Pero echo de menos a mis hermanos, y a mis amigos, me gustaría ver alguna cara amable aparte de mi pobre madre, que está sufriendo tanto como yo.
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